El Sr. Barak Hussein Obama, presidente de los Estados Unidos de América (USA) es uno de los hombres más poderosos del planeta. Sus decisiones tienen influencia en todo el mundo, no sólo por su poder para llevarlas acabo, sino por el valor simbólico que ejerce el liderazgo norteamericano sobre todos los países. Por ello, los Derechos Humanos son un ámbito en el que la política norteamericana tiene mucho que decir, en particular en estos momentos de crisis global.
La situación no es halagüeña, pues durante el mandato de George W. Bush el estado de los Derechos Humanos en el mundo ha empeorado. Bajo la bandera de la libertad y la lucha contra el terrorismo islamista, Bush desencadenó una verdadera campaña contra los Derechos Humanos. En ella se han empleado todas las armas existentes: la propaganda, el apoyo más o menos velado a regímenes dictatoriales, el espionaje de las comunicaciones, el control de los movimientos de disidencia, la tortura y la guerra. Más aún: si los USA no se atrevían a torturar a un prisionero, se encargaba a un país con menos escrúpulos. Con los hechos, se ha afirmado que violar los Derechos Humanos es gratis, e incluso provechoso. Tortura, que algo queda. La retórica de defensa de la democracia contra el enemigo terrorista, en el fondo, no era más que una pantalla para defender intereses geoestratégicos y económicos.
En este contexto, la llegada de un político de la talla de Obama ha causado una expectación sin precedentes. Pero tendrá que resolver la situación creada por su antecesor si quiere sustanciar su promesa de cambio y devolver el prestigio perdido a los USA. La situación no es fácil, porque como siempre las “razones de estado” quieren imponerse sobre la vida de las víctimas.
Al llegar a la presidencia, Obama dio la orden de cerrar la prisión de Guantánamo, donde muchos prisioneros llevan más de seis años encarcelados sin juicio, en condiciones inhumanas. Muchos eran menores al ser detenidos, con frecuencia arbitrariamente. Sin embargo, para desmontar esa prisión Obama ha tenido que recurrir a países terceros que acojan a estos presos. Situación parecida sufren los detenidos en Bagram, a quienes el Departamento de Justicia norteamericano niega el derecho a defenderse en los tribunales norteamericanos.
Obama ha afirmado que se investigarán las acusaciones contra la CIA por torturas, pero ha encontrado resistencias hasta en su propio partido. Es decir, sigue primando el falso patriotismo, la defensa de los “nuestros” y la “obediencia debida” sobre el respeto a la ley. Los fines justifican los medios, por infames que sean esos medios o los propios fines. Las continuadas declaraciones en este sentido de Dick Chenney, ya fuera de su cargo, lo confirman.
Por tanto, Obama debiera aclarar al mundo, y sobre todo a su país, cuál va a ser la postura oficial de los USA en Derechos Humanos, y obrar en consecuencia. Su reciente discurso, buscando el diálogo con el Islam vuelve a dar alas a la esperanza, pero una vez más necesitará llenar con hechos el edificio creado con palabras.
Obama debería integrar a su país en la corriente internacional del Derecho, lo que hasta ahora los USA han hecho a regañadientes, o boicoteado abiertamente. Un paso clave sería aceptar la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional, superando sus tradicionales prejuicios contra autoridades internacionales.
No se trata de dejar impune el terrorismo, sino de combatirlo con la ley en la mano. Así, los USA deberán juzgar a todos sus prisioneros acusados de terrorismo, en cualquier lugar de detención. Deberán liberar a los presos contra los que no existen cargos, y compensar a los detenidos injustamente. Deberán abandonar las entregas de prisioneros a países donde se violan los derechos humanos. Deberán dejar de apoyar a dictadores, por coincidentes que los intereses de sus gobiernos puedan parecer con los norteamericanos en un momento dado. Se trata de introducir un mínimo de decencia en el contexto internacional para que los más débiles puedan sobrevivir.
La clave está en combatir la pobreza y fomentar la democracia y, a la vez aislar a los gobiernos que no respetan los Derechos Humanos. Mal podemos hablar de libertad en Nigeria o Guinea Ecuatorial cuando la esperanza de vida no pasa de los cuarenta años, mientras que sus gobiernos expolian los recursos naturales y se embolsan los rendimientos. Difícilmente desaparecerá el apoyo popular a los movimientos extremistas, como Hamas, si la desesperación y los petrodólares siguen empujando a las masas populares hacia sus redes. Mientras actuaciones vergonzosas, como el muro de Cisjordania sigan humillando a miles de personas. Y menos aún si la respuesta al descontento es la opresión, la tortura y la guerra.
La crisis económica internacional no debiera ser un obstáculo para trabajar activamente por los Derechos Humanos, sino todo lo contrario. La crisis, entendida como oportunidad, debiera ayudarnos, por ejemplo, a superar la dependencia petrolera, que hace ricos a países enemigos de la libertad como Arabia Saudita o Irán. La salida de la crisis debiera pasar por mejorar el nivel de vida de los más empobrecidos, y a la vez frenar el deterioro medioambiental, que causa tantos daños como la guerra. Debiera aparecer un orden fiscal internacional más justo, clausurando los paraísos fiscales donde los dictadores guardan sus fortunas, y poniendo coto a la impunidad de las empresas transnacionales cuando éstas toman decisiones que deterioran la vida de millones de personas.
Evidentemente, esto no lo puede hacer Obama solo. En el mundo existen otras potencias, con visiones distintas y con frecuencia opuestas. Pero su liderazgo, ejercido de manera consciente, y consecuente, será decisivo para la postura que otros muchos países adopten en materia de Derechos Humanos y en su maduración democrática. Obama sabe, sin duda, que el mejor remedio para evitar la violencia es eliminar sus raíces de odio, ignorancia y miseria. Si aplica su liderazgo a estos fines, será un paso de gigante para la Humanidad, y sobre todo para su propio país. Esperemos que lo consiga.
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