miércoles, 7 de noviembre de 2007

Memoria histórica

Por fin se ha aprobado en el Congreso la Ley de Memoria Histórica. Era un "debe" que la democracia tenía con quienes habían sido víctimas del franquismo y sin embargo no habían sido reconocido, simplemente porque ya no existían, o bien las causas penales que les condenaron no habían sido revisadas. Era, por otra parte, una reclamación de Amnistía Internacional para España desde hace años.
Las posiciones, sorprendentemente, han sido encontradas por parte de Esquerra Republicana, e Izquiera Unida, que querían una ley más ambiciosa, y desde el PP que, sorprendentemente, no la quería. Se pierde la oportunidad de añadir su aportación a esta ley, para ponerle un clavo más al ataúd del franquismo y toda su justificación por la guerra civil. Al PP supongo que le pesará la herencia de Alianza Popular, su partido madre, que hizo suyo el "franquismo racional", que quería la democracia pero que había vivido muy bien con Franco y no le habría importado que siguiera unos añitos más.
El comentario que viene a continuación lo escribí hace un año pensando en la memoria histórica. Porque no olvidemos que en la transición, a pesar de sus éxitos, se tuvo que tragar bastantes cosas para no obstaculizar un proceso hacia la democracia.

"Con motivo de los 30 años de la muerte del dictador, ha vuelto a salir a la luz la situación de las víctimas del franquismo. Numerosas organizaciones, entre ellas Amnistía Internacional, han exigido la justicia y la reparación a las víctimas de la dictadura. Sin embargo, estas reclamaciones, aun las mejor intencionadas, chocan con un muro de silencio, cuando no de abierta hostilidad.
Con frecuencia se alaba la transición política española como un proceso político modélico, en el que todos pusieron de su parte para que aquél experimento social saliera bien. Entre esos todos, se encuentran las víctimas de la dictadura que, como suele ocurrir en los procesos de paz, son los grandes olvidados.
Dice Amnistía Internacional que de todos los procesos de cambio político de las últimas décadas, a ninguno lo cubre un manto de silencio tan espeso como la transición española. En Argentina, Sudáfrica, Alemania del Este, Chile, El Salvador... se formaron comisiones de la Verdad, donde las víctimas testimoniaron su sufrimiento. Incluso algunos victimarios, como los jefes de la Stasi o los genocidas yugoslavos fueron encausados. En España, en cambio, nadie tocó el estatus de los responsables de una represión feroz que duró cuatro décadas.
En las guerras civiles el agresor no es un extranjero, sino un vecino. Para exterminar al vecino, previamente hay que convencerse de que no es un ser humano. Eso deshumaniza también al agresor. La guerra civil fue escenario de todo tipo de violencias y persecuciones, donde se vengaron rencillas y odios personales. Tanta deshumanización fue cubierta con un manto de espeso silencio. Las víctimas de un bando, el ganador, fueron más o menos rehabilitadas y compensadas. El franquismo utilizó su sufrimiento como su mejor justificación. No deja de ser extraño que un régimen que se proclamaba cristiano fuera tan ajeno a los valores cristianos de perdón, concordia y tolerancia. Un régimen que se jactaba de afirmar las esencias patrias permitió o forzó la marcha de miles de españoles, entre los que se encontraba lo más granado de la ciencia y la cultura españolas. Para las otras víctimas, sólo hubo abandono, desprecio y castigo. Oficialmente, no sufrieron, no existieron. Sin embargo, sabemos que no fue así: que en la zona franquista se cometieron las mismas tropelías que en la zona republicana, sólo que no se pudieron contar ni escribir.
Se dice, sin mayor análisis, que no hay que abrir viejas heridas. Puede ser cierto, pero no debemos olvidar que los delitos contra la humanidad no prescriben: sigue siendo lícito juzgar a los nazis, o a los torturadores chilenos. Resulta paradójico que España, que ha aplicado el derecho penal fuera de sus fronteras contra Pinochet o la dictadura argentina, no sea capaz de afrontar delitos similares, cometidos hace mucho más tiempo en nuestro suelo.
Pero, incluso si aceptamos que no se trata quizás ya de dar nombres de criminales, eso no niega ni un ápice el derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación. Quien perdió a sus padres o hermanos, sus bienes, quien fue torturado o tuvo que abandonar su país, no han recibido ningún reconocimiento oficial. Los que perdieron seres queridos llevan la carga de su desaparición, muchos ni saben dónde están enterrados. A veces son los nietos los que han tomado este asunto a su cargo. Frente al dolor real de los que quedan, no pueden invocarse valores etéreos, pero insuficientes para aliviarles, como la concordia o el consenso.
El franquismo durante cuarenta años aplicó un severo régimen de pedagogía social, en el que desde la escuela se enseñaba que el dictador era un enviado de la providencia, y quienes se le pudieran oponer, monstruos descerebrados ávidos de destrucción y pillaje. Por tanto, los actos vandálicos cometidos por los secuaces del dictador, podían considerarse actos inevitables, incluso derivados de aquel impulso providencial. Levantar el peso de esa educación sobre dos generaciones de españoles es una tarea que nunca se ha emprendido formalmente. Por eso, los miedos que cultivó, los tics que implantó siguen muy vigentes entre nosotros. Entre ellos el de “de eso no se puede hablar”.
Es hora de decir que no. Que el franquismo no tenía autoridad moral. Que las ejecuciones sumarias no tienen explicación, que los tribunales especiales eran auténticas farsas judiciales. Que las vejaciones diversas a cargo de funcionarios estatales o paramilitares son tan abyectas como aquellas que teóricamente iban a evitar a manos de “los rojos”. Que la exclusión de miles de españoles no tenía otro fin que una venganza ciega, contraria al derecho y al sentido común. No debemos olvidar que el franquismo no restableció, como decía en un principio, el orden público y la legalidad en una situación de caos. Tampoco restableció la legalidad monárquica. Todo lo contrario: implantó un estado totalitario de nuevo cuño, de corte fascista. No sólo fue una sublevación militar clásica, sino que estableció un nuevo y asfixiante régimen político. Es perentorio, por tanto, por higiene democrática, gritar que las dictaduras pueden tener legalidad, pero no legitimidad.
Inexplicablemente, en plena democracia se publicaran hagiografías del dictador, presuntos balances históricos con resultado inexorablemente favorable al tirano. Por ese motivo, hemos de recuperar la memoria histórica, ver lo que nos trajo de dolor y sufrimiento. Las vidas truncadas sepultadas bajo supuestos éxitos económicos y la paz social del cementerio. Sólo así podremos inmunizarnos frente a la barbarie y la dictadura.
Esa misma higiene democrática, ese sentido de la humanidad, deben llevarnos a desenterrar a los muertos para darles una sepultura decente. A enumerar el sufrimiento de todos sus allegados que quedan con vida. A darles una compensación en lo posible por los años de dolor. La gente tiene derecho a saber dónde están sus padres, esposos, hermanos, amigos, novios. Esto no puede quedarse así. Nadie les devolverá lo perdido, pero podremos aliviar en algo su dolor moral.
Las víctimas son incómodas. Su existencia recuerda el crimen cometido por el agresor. Pero también son incómodas porque le recuerdan su actuación al que delató, al que cooperó, al que simplemente no hizo nada o se negó activamente a hacerlo. A los verdugos voluntarios y silenciosos. Llevan en su vida el ejemplo de la brutalidad de la que somos capaces. Y eso no se perdona. Es sabido que los supervivientes del Holocausto nazi no fueron precisamente tratados como héroes. Los fusilados revelan la podredumbre que se esconde tras los grandes discursos.
Demasiadas veces la historia la escriben los vencedores. En el siglo XX, por primera vez, la humanidad ha sido capaz de reconocer este hecho, y analizar críticamente la historia. En nuestro tiempo, como dice Jon Sobrino, debemos escribir la historia desde el reverso, desde los que sufren las consecuencias de las grandes políticas. No podemos dejar una vez más que la historia oficial con sus oropeles, con sus mentiras y olvidos acalle la voz de los que han sufrido. Debemos aprender el mensaje que sólo las víctimas pueden comunicar: que causar dolor y sufrimiento no tienen justificación, que la vida no puede sacrificarse en función de ideales siniestros que sacrifican a aquellos que quieren salvar. No podemos permitir que el olvido y la indiferencia cubran los gritos de dolor.
Sólo así podremos conjurar los hechizos y las maldiciones de los asesinos.
Como dato significativo, en la ponencia de la ley, por el PSOE, se encuentra del sobrino de un sacerdote brutalmente torturado y asesinado en la zona republicana. Como él mismo dice, "no comparto las ideas de mi tío, pero mucho menos las de sus asesinos. Los derrotados fueron mis abuelos, que perdieron un hijo para siempre". Con ese espíritu nace la ley. Veremos con el tiempo lo que da de sí.

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